Breve definición Práctica de final de vida consistente en la administración de fármacos orientados a reducir definitivamente la consciencia de la persona en situación terminal o en agonía, para aliviar un sufrimiento incontrolable producido por uno o más síntomas refractarios (aquellos que no pueden ser adecuadamente controlados con los tratamientos disponibles), previo consentimiento de esa persona o autorización de su representante.
Clarificaciones conceptuales/conceptos vinculados Con relativa frecuencia se emplea la expresión sedación en la agonía, cuyo significado es equivalente a ST. Las expresiones eutanasia indirecta y doble efecto (referido al final de la vida) también se han empleado para referirse a la ST, si bien existe una tendencia a abandonarlas por considerarse menos descriptivas y más controvertidas.Otro concepto ligado a la ST es el de Doble efecto referido al final de la vida. A diferencia de otras modalidades de sedación paliativa (intermitentes, superficiales), la ST es necesariamente continua y profunda (del inglés deep continuous sedation) por lo que, una vez administrada, se prevé que la persona no vuelva a recuperar la consciencia. Síntoma refractario se refiere a cualquier forma de dolor o sufrimiento que no puede ser controlado a pesar de los esfuerzos para hallar otros tratamientos. Los síntomas refractarios que más frecuentemente precisan de ST son la disnea, el delirium, el dolor y el sufrimiento psicológico refractarios (Boceta et al 2005). Desarrollo de definición Aunque etimológicamente sedación (del latín sedare) signifique apaciguar, sosegar o calmar, la sedación se distingue, tanto por sus efectos como por la farmacología que precisan, de otras estrategias clínicas para mitigar el sufrimiento, tales como la analgesia y la anestesia. Lo específico de la sedación es que produce una disminución progresiva (parcial o total, superficial o profunda) de la consciencia. De igual manera que puede producirse anestesia sin sedación –la persona no tendría sensibilidad, pero sí vigilia–, puede darse sedación sin anestesia –la persona mantendría sensibilidad en un estado reducido de consciencia, como el sueño. Por otro lado, los atributos “terminal” y “en la agonía” acotan el recurso a esta práctica definal de vida a aquellas personas gravemente enfermas, con un pronóstico de fallecimiento a corto plazo. A pesar de ser una práctica legal, la prevalencia y especificidades de aplicación de la ST no han sido suficientemente descritas. El hecho de que pueda combinarse con otras prácticas de final de vida(Estella et al. 2019) como la limitación de tratamientos de soporte vital (por ejemplo, la interrupción de la hidratación artificial), y las dudas profesionales sobre los límites de su uso y la dosificación permisible podrían contribuir a que persista cierta ambigüedad sobre el concepto y confusión con otras prácticas de final de vida, como la eutanasia.
Controversias y aplicación Las principales controversias bioéticas asociadas a la práctica de la sedación terminal tienen que ver con su comparación con la eutanasia.
Analogías y diferencias entre sedación terminal y eutanasia: Existe una extensa discusión bioética sobre las analogías y diferencias entre la sedación terminal y la eutanasia. Mientras que para algunos autores (Kuhse 1998, 1) ambas prácticas no se distinguen entre sí por ningún aspecto moralmente relevante, otros autores consideran que hay aspectos diferenciales que son significativos. Estos son los principales aspectos a tener en cuenta a la hora de establecer analogías y diferencias entre ambas prácticas: a) gravedad del estado de salud: ambas prácticas están pensadas y se consideran indicadas para pacientes con enfermedades graves, con formas de sufrimiento que no se han conseguido aplacar por otros medios, si bien la eutanasia, a diferencia de la ST, puede no aplicarse a personas en situación terminal o en agonía (p.e. personas en situación de padecimiento grave, crónico e imposibilitante con pronóstico de supervivencia a largo plazo). b) competencia de la persona: aunque ambas prácticas están prototípicamente ideadas para pacientes que se encuentran conscientes y con capacidad de tomar decisiones, también se pueden llegar a aplicar, aunque de manera más problemática, en pacientes con una capacidad reducida o intermitente, con el refrendo legal de unas voluntades anticipadas. c) consentimiento: prototípicamente, tanto la ST como la eutanasia se aceptan siempre y cuando exista un consentimiento explícito por parte de la persona. La ley 41/2002 de autonomía del paciente establece, como regla general, que “toda actuación en el ámbito de la sanidad requiere, con carácter general, el previo consentimiento de los pacientes o usuarios” (Art. 2). Esta norma general tiene especial importancia cuando se trata de intervenciones con efectos importantes y potencialmente irreversibles (como en el caso de la ST). Las leyes autonómicas de Derechos y Garantías en el Proceso de Morir exigen el consentimiento individual o representado explícito de la persona para proceder a la ST, con la excepción de la ley de Euskadi, que menciona la posibilidad de que ese consentimiento sea implícito. No es infrecuente que el beneficio individual de la persona se invoque para justificar intervenciones no consentidas en pacientes incapaces de tomar decisiones. En esos casos, la persona representante legal debe ser consultada y participar en la decisión. Sin embargo, esa persona puede no haber sido designada, puede no estar disponible o puede no querer o poder participar en la decisión. También pueden producirse discrepancias entre lo que la familia o representante y el equipo entienden que es mejor para la o el paciente. Algunos bioeticistas (Kuhse 1998, 1) entienden que en pacientes con sufrimiento extremo e irreversiblemente incompetentes (por ejemplo, pacientes con demencia muy avanzada), la administración unilateral de una eutanasia y de una sedación terminal sería no solo moralmente aceptable sino incluso exigibles, por un deber de compasión. d) naturaleza del sufrimiento: tanto la ST como la eutanasia están indicadas para pacientes con dolor físico o sufrimiento psicológico refractarios. e) evolución tras la administración: tras la administración de ambas prácticas se produce una pérdida definitiva de la conciencia y el fallecimiento. f) farmacología y posología: para la sedación paliativa se recomienda el uso de benzodiacepinas (Midazolam), barbitúricos (Fenobarbital, tiopental), neurolépticos, inductores del coma y anestésicos generales (Clorpromazina, Levomepromazina, Propofol) a dosis precisas y espaciadas a lo largo de 24 horas o más. En la eutanasia se recomienda hacer uso de algunos de esos fármacos (Midazolan, Propofol) administrados en períodos más cortos (menos de un minuto) y a dosis más elevadas y, además, se emplean bloqueantes neuromusculares (rocuronio, atracuronio, cisatracurio) aplicando entre 5 y 10 veces la dosis efectiva.
g) Causalidad: la vinculación causal entre la intervención clínica-farmacológica y el fallecimiento parece más clara en la eutanasia, por cuanto que el fallecimiento se produce típicamente habiendo transcurrido menos tiempo (habitualmente en cuestión de minutos o incluso segundos) tras la intervención, mientras que en la sedación paliativa el tiempo oscila entre 1 y 6 días dependiendo de que se administre de forma intermitente o continua (Won et al. 2019). La interacción de varios de los fármacos empleados en la ST con opioides puede facilitar una depresión del sistema nervioso central y del sistema respiratorio, o generar complicaciones cardiovasculares (Junta de Andalucía: Uso seguro de opioides en pacientes en situación terminal). Algunos profesionales que practican sedaciones terminales tienen la creencia de que esa intervención causa un acortamiento de la vida debido a la deshidratación de las personas enfermas (Hasselaar et al. 2009). Sin embargo, existe evidencia concurrente de que la sedación paliativa, en sí misma y administrada en las dosis indicadas, no acelera el fallecimiento (Park et al. 2021; Yokomichi et al. 2022). De manera general, hay motivos para desconfiar de las atribuciones de causalidad que las personas realizan a los comportamientos clínicos de los que se sigue un fallecimiento: profesionales y legos por igual tienden a atribuir mayor causalidad a las conductas que reprueban moralmente y menor causalidad a las que reciben su aprobación moral (Rodríguez-Arias, Molina-Pérez, y Díaz-Cobacho 2020). Esto hace que la propia apelación a la causalidad como criterio de moralidad resulte problemática.
h) Intencionalidad: Uno de los argumentos más frecuentemente invocados para justificar que ST y eutanasia no son moralmente equivalentes se refiere a la intencionalidad. En la ST, el propósito no sería provocar la muerte, sino aliviar el sufrimiento, algo que confirmaría la percepción de la mayoría de profesionales (Hasselaar et al. 2009). Según esta perspectiva, la muerte sería, a lo sumo, un efecto previsto, no deseado, de una progresiva reducción de la consciencia (ya se ha señalado que atribuir responsabilidad causal de la muerte a la sedación resulta problemático). La Doctrina o Principio de Doble Efecto se suele invocar para justificar que en ciertas situaciones los efectos negativos de un comportamiento pueden ser aceptables mientras solo sean previstos, no deseados. Establece que ante comportamientos que tienen dos efectos, uno bueno (aliviar un dolor) y uno malo (acelerar el fallecimiento), los efectos malos serían moralmente inaceptables si fueran causados intencionadamente, pero se consideran aceptables si son previstos, pero no buscados. La Doctrina del Doble Efecto establece tres condiciones: a) el acto (sedar) debe ser en sí mismo bueno, o moralmente neutro (condición normativa); b) la intención debe ser producir el efecto bueno, no el malo (condición psicológica); y c) el bien que se genera debe superar al daño que se produce (condición de proporcionalidad). Algunas de las objeciones que afronta la Doctrina del Doble Efecto es que los actos no pueden prejuzgarse como buenos o malos al margen de sus efectos (objeción consecuencialista), y que el carácter subjetivo de la intencionalidad convierte a ese criterio en una base excesivamente manipulable e inadecuada para establecer distinciones importantes en protocolos y políticas sanitarias. La intencionalidad es una cualidad mental correspondiente con el deseo o aspiración de que se produzca un determinado efecto. Como tal, es una experiencia subjetiva. Aunque la mayoría de las o los profesionales que realizan STs afirman hacerlo con el objetivo primario de reducir el sufrimiento de sus pacientes (Hasselaar et al. 2009) una parte no despreciable reconocen haberlas realizado con el propósito explícito de provocar la muerte (Rietjens et al. 2004; Faris et al 2021). Análogamente, muchos de quienes realizan eutanasias mantienen que su principal motivación es aliviar un sufrimiento intolerable, considerando la ayuda para morir un medio necesario para alcanzar ese objetivo, no un fin en sí mismo.
i) Reversibilidad: La temporalidad y la posología que acompañan a la ST la convierten en un proceso potencialmente reversible –al menos al poco tiempo de haber iniciado una sedación profunda y continua. Por el contrario, una vez iniciada la administración de fármacos para realizar una eutanasia resulta muy difícil o imposible revertir ese proceso.
Legislación En España, las distintas leyes autonómicas de “Derechos y Garantías de las Personas en el Proceso de Morir” (p.ej. en Andalucía ley 2/2010, de 8 de abril ) establecen el derecho a la atención paliativa y, de manera específica, a la sedación paliativa.