Traducciones Inglés: sanctity of life Francés: caractère sacré de la vie Euskera: bizitzaren santutasuna Catalán: sacralitat de la vida Gallego: sacralidade da vida
Términos relacionados
Religión/Espiritualidad
Calidad de vida
Breve definición Doctrina que sostiene que la vida humana tiene un valor intrínseco absoluto que la hace valiosa por sí misma. Es inviolable, indisponible y digna de respeto, tanto para terceros como para uno mismo. Consecuencia de su intangibilidad es la prohibición de cualquier conducta que intencionadamente pretenda acabar con la propia vida o con la de terceros inocentes.
Desarrollo de la definición La afirmación de la «sacralidad» («cualidad de ser digno de veneración por su carácter divino o por estar relacionado con la divinidad» -RAE, 2022-) de la vida humana es una doctrina de origen religioso que se basa en la afirmación de la existencia de una especial vinculación entre el ser humano y la divinidad. La principal construcción teológica que sostiene la tesis de la «sacralidad de la vida» es de origen judeocristiano. Fundamenta dicha sacralidad en el dogma del origen divino de la vida humana, creada por la divinidad a su imagen y semejanza, «porque a imagen de Dios hizo Él al hombre» (Gn. 9, 6; y, Gn. 1, 26-28). Es posible encontrar la formulación conceptual del carácter sagrado de la vida humana ya en la adaptación de la filosofía griega a los dogmas cristianos característica de los primeros siglos de cristianismo. Lactancio (245-325), en un contexto en el que ofrece argumentos sobre el rechazo de la pena capital, sostiene que «lo que está prohibido es el crimen en sí, de forma que en este concepto divino no hay que hacer ninguna distinción: siempre será crimen matar a un hombre, del que Dios quiso que fuera un animal sagrado» (Lact. Div. Inst. 6, 20, 16-17).
En su formulación proveniente de la tradición judeocristiana, la sacralidad se predica únicamente de la vida humana, y no de la vida en general, como pueden sostener algunas otras doctrinas filosóficas o religiosas. La vida humana, para la tradición antropológica cristiana, tiene un valor singular que deriva de una relación muy particular con el creador, al haber sido hecho a su imagen y semejanza y que sitúa al ser humano por encima del resto de la creación, incluidos el resto de seres vivientes.
En segundo lugar, el dogma de la sacralidad de la vida atribuye a ésta un valor absoluto, característica que implica que cualquier conflicto entre la vida y cualquier otro valor se ha de resolver en todo caso con la primacía de la primera. La teología cristiana, no obstante, a través de siglos de evolución ha contemplado algunas excepciones a este principio de carácter general que han justificado, por ejemplo: la guerra justa, la legítima defensa e incluso, en algunos períodos, la pena de muerte. De ahí que, en las definiciones de sacralidad de la vida, a la hora de caracterizar su inviolabilidad, se añada el calificativo de inocentes a aquellos a quienes afecta la prohibición de eliminar la vida humana.
Conceptos vinculados
a) Santidad de la vida: la expresión «santidad de la vida» podría considerarse sinónima de «sacralidad de la vida», e incluso es posible que pudiera tener su origen en una traducción literal de la expresión anglosajona «sanctity of life». Cabe señalar, sin embargo, en la teología cristiana, una sutil diferencia que proviene de la distinción entre la vida como don de Dios y la aceptación de ese don por parte del ser humano. Así, la vida terrenal admitiría una llamada a un mayor grado de perfección (la vida eterna), que requeriría no solo del don divino, sino de su aceptación por parte del ser humano. Desde estos postulados, toda vida humana es siempre sagrada, pues es a imagen y semejanza de Dios, pero no toda vida humana es santa, ya que no siempre el ser humano acepta la llamada a la vida eterna de Cristo. La sacralidad de la vida es, por tanto, un dato de carácter ontológico, antropológico-teológico; mientras que la santidad de la vida se sitúa en un plano moral, pues para alcanzar la plenitud de la vida se requiere de conductas éticas adoptadas por el propio ser humano (Requena, 2020, 381-381). Para referirse al valor intrínseco absoluto que posee la vida humana, parece, por tanto, más correcto, hablar, dentro de la tradición judeocristiana, de sacralidad de la vida, pues implica ese especial estatus del carácter sagrado de la vida cuya consagración procede no del propio ser humano, sino de lo «otro» (la divinidad) (Gushee, 2013, 17-19).
b) Inviolabilidad de la vida: aunque es probable que la idea de la «inviolabilidad de la vida» haya tenido incluso una mayor antigüedad y arraigo en los textos sagrados y en sus interpretaciones que la afirmación de su sacralidad, desde un punto de vista teológico, e incluso lógico, aquélla sería una consecuencia de ésta, pues la afirmación de la sacralidad de la vida se proyecta en dos dimensiones: una positiva –veneración y respeto de la vida; y, otra negativa, que conlleva la intangibilidad, indisponibilidad e inviolabilidad de la misma.
c) Calidad de la vida: es clásica, en la literatura científica dedicada a la Bioética la oposición entre sacralidad de la vida y calidad de la vida. En la medida en la que el concepto de calidad de vida contempla situaciones en las que el valor de la vida puede ser gradual, resulta contrapuesto al de sacralidad de la vida que no admite, como consecuencia de su carácter absoluto, una gradación.
Controversias y aplicación A pesar de sus orígenes vinculados a las religiones monoteístas, la expresión sacralidad de la vida es, sin embargo, relativamente reciente. Aparece por primera vez en la obra History of European morals from Augustus to Charlemagne (1869), de William E. Lecky. En la literatura Bioética se ha popularizado y ha alcanzado mayor difusión en la segunda mitad del Siglo XX, paradójicamente a partir de la obra de un detractor de la misma: The sanctity of life and the criminal law (1957), de Glanville Williams. En esta obra, Williams analiza la incidencia de las convicciones relativas a la creación y preservación de la vida humana en el derecho penal angloamericano. Defiende el principio de intervención mínima del derecho y sostiene que las especulaciones y controversias teológicas no deberían tener cabida en la formación de las normas del derecho; tampoco en la ley penal, pues las normas se imponen a creyentes y no creyentes, por igual (Williams, 1957, 229). Inicia, de esta forma, una línea de crítica en la que han confluido posteriormente autores como Peter Singer y Helga Kuhse, entre otros.
Singer y Kuhse coinciden en considerar legítima la observancia del dogma de la sacralidad de la vida dentro del ámbito restringido de una religión o de un grupo en particular, pero rechazan la pretensión de elevar el mismo, y sus consecuencias, a criterio ético, y menos aún jurídico, exigible a todos los ciudadanos (Singer y Kuhse, 2001). Kuhse ha centrado sus críticas, fundamentalmente, en la incongruencia que supone afirmar, por un lado, el carácter absoluto de la vida, y permitir, por otro, excepciones tales como la legítima defensa, la pena de muerte o el no poner a disposición del paciente todos los medios disponibles para prolongar su vida, que en el fondo implican una cualificación de diferentes tipos de vidas humanas. Pone de relieve, también, que la doctrina de la sacralidad de la vida se basa en tres distinciones (matar y dejar morir, acciones que provocan la muerte y acciones que prevén la muerte, y medios ordinarios y extraordinarios para la conservación de la vida), que permiten no atribuir el mismo grado de reproche a conductas que provocan la muerte por igual (Kuhse, 1987).
También desde el ámbito interno de la teología, la concepción de la sacralidad de la vida ha recibido algunas objeciones, que van desde el cuestionamiento de su propia sacralidad como un principio que se encuentra arraigado en la tradición moral católica (David Albert Jones, 2016), hasta la excesiva relevancia que, desde estos postulados, se concede a la vida biológica considerada en sí misma, conducente a un vitalismo irreconciliable con la centralidad que el cristianismo concede al concepto de persona (Fletcher, 1979). El ser humano se caracteriza, para Fletcher, no solo por su vida biológica sino también por una serie de indicadores que lo dotarían de humanidad, tales como: autoconciencia, autocontrol, sentido del futuro, sentido del pasado, capacidad relacional, interés por las demás personas, capacidad de comunicación y curiosidad (Fletcher, 1972, 2-75).
La obligación moral de curar, desde los postulados de la doctrina de la sacralidad de la vida, debe ser valorada según las situaciones concretas, examinando si los medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las perspectivas de mejoría (EV, n. 65). Las decisiones, por tanto, que pudieran implicar un acortamiento de la vida renunciando a la denominada obstinación terapéutica estarían, desde esta perspectiva, permitidas pues no suponen una disposición de la vida, sino la aceptación de un hecho natural derivado de la propia enfermedad y de la condición mortal del ser humano. Más polémico resulta el recurso a los cuidados paliativos que pudieran implicar un acortamiento de la vida, inadmisible para quienes sostienen una visión absoluta de la sacralidad de la vida incompatible con cualquier intervención humana sobre esta; admitido, en determinadas circunstancias, para quienes defienden que la interdicción no afecta a decisiones humanas que no constituyan un ataque directo y voluntario sobre la vida, sino solo a la eliminación intencional de la misma (EV, nn. 57, 58, 65 y 66).
Los partidarios de la sacralidad de la vida se enfrentan a la dificultad de defender su carácter absoluto, viéndose obligados a admitir algunas excepciones que son percibidas por sus detractores como incongruencias. Las propuestas que defienden la sacralidad de la vida desde una fundamentación heterónoma tienen dificultades, también, para sostener la compatibilidad de su propuesta con el protagonismo de la autonomía de la persona en la toma de decisiones sobre cuestiones que afectan a su propia salud. Otro de los aspectos más polémicos de esta doctrina es el carácter apodíctico que por su propia naturaleza acompaña a los dogmas religiosos y que impide que puedan ser objeto de refutación en la construcción de un debate en el espacio público. Esto las inhabilita, según los críticos, para poder ser erigidas en criterio moral y, más aún, en exigencia jurídica. Los defensores, sin embargo, sostienen, recurriendo al argumento de la presencia de lo religioso en el ámbito público, que son precisamente las sociedades plurales, en las que los individuos concurren en el espacio público sin tener que ser obligados a renunciar a sus creencias y atributos personales, las que se caracterizan por dar cabida en el discurso público a cualquier tipo de creencias, sean éstas religiosas o no, y que todas ellas son válidas para concurrir al debate público que permite construir unos criterios mínimos de justicia comunes en una sociedad.
Es defendible que se exija que las propuestas éticas y jurídicas permitan construir un marco lo suficientemente amplio como para permitir a los creyentes en la sacralidad de la vida conducirse de acuerdo con sus propias convicciones; pero es cuestionable que dichas verdades construidas desde un marco dogmático particular puedan ser impuestas, en una sociedad plural, a la totalidad de los miembros que conforman la misma. La posición sobre la sacralidad o la calidad de la vida incide en el enfoque que pueda adoptarse frente a temáticas tan relevantes en el ámbito bioético como puedan ser: contracepción, esterilización, técnicas de reproducción asistida, aborto, ingeniería genética, clonación, medicina digitalizada, trasplante de órganos, infanticidio, suicidio, tratamientos fútiles (futilidad), obstinación terapéutica, cuidados paliativos, eutanasia, determinación de la muerte, etc.
Legislación El derecho a la vida aparece reconocido en el artículo 15 de la Constitución española: “todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral”. Afirmación que tiene como consecuencia la prohibición, expresamente contemplada, de torturas, penas o tratos inhumanos o degradantes. Recoge también el precepto constitucional la abolición de la pena de muerte, con la excepción de “lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra”.
La primacía de la autonomía del paciente en el ámbito de la sanidad, fundamentada en el derecho a la libertad de conciencia reconocido en el artículo 16 CE y en la propia integridad física y moral del artículo 15 CE, aparece expresamente reconocida en la legislación española en el artículo 10 de la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad («BOE» núm. 102, de 29 de abril de 1986); en el Convenio para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la Biología y la Medicina (Convenio de Oviedo) («BOE» núm. 251, de 20 de octubre de 1999); y en la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica («BOE» núm. 274, de 15 de noviembre de 2002).
La Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia («BOE» núm. 72, de 25 de marzo de 2021), por su parte, admite que el derecho a la vida pueda ceder ante otros bienes y derechos constitucionalmente protegidos, siempre que se den determinadas circunstancias («contexto eutanásico»). En el apartado primero de su Preámbulo establece que “la eutanasia conecta con un derecho fundamental de la persona constitucionalmente protegido como es la vida, pero que se debe cohonestar también con otros derechos y bienes, igualmente protegidos constitucionalmente, como son la integridad física y moral de la persona (art. 15 CE), la dignidad humana (art. 10 CE), el valor superior de la libertad (art. 1.1 CE), la libertad ideológica y de conciencia (art. 16 CE) o el derecho a la intimidad (art. 18.1 CE). Cuando una persona plenamente capaz y libre se enfrenta a una situación vital que a su juicio vulnera su dignidad, intimidad e integridad, como es la que define el contexto eutanásico antes descrito, el bien de la vida puede decaer en favor de los demás bienes y derechos con los que debe ser ponderado, toda vez que no existe un deber constitucional de imponer o tutelar la vida a toda costa y en contra de la voluntad del titular del derecho a la vida. Por esta misma razón, el Estado está obligado a proveer un régimen jurídico que establezca las garantías necesarias y de seguridad jurídica”.
Jurisprudencia constitucional
La jurisprudencia constitucional ha tenido ocasión de pronunciarse de forma prolífica sobre el derecho a la vida. Los defensores del valor absoluto, inviolabilidad e indisponibilidad de la vida humana, fundamentan sus argumentos en la afirmación contenida en la Sentencia 53/1985, en la que el Tribunal Constitucional sostiene que: “el derecho a la vida, reconocido y garantizado en su doble significación física y moral por el art. 15 CE, es la proyección de un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional –la vida humana– y constituye un derecho fundamental esencial y troncal en cuanto es el supuesto ontológico sin el que los restantes derechos no tendrían existencia posible” (SSTC 53/1985, FJ 3º; 120/1990, FJ 8º; 154/2002, FJ, 12º). Quienes rechazan el valor absoluto del derecho a la vida, arguyen, por el contrario, la reiterada jurisprudencia constitucional que afirma que “ningún derecho fundamental es absoluto e ilimitado, todos y cada uno de ellos encuentra sus límites en los derechos de los demás y, en general, en otros bienes y derechos constitucionalmente protegidos” (SSTC 11/1981, F.J. 7º; 2/1982, F.J. 5º; 91/1983, F.J. 1º; 159/1986, F.J. 6º;196/1987, F.J.6º; 20/1990, F.J.4º; 57/1994, F.J.6º; 58/1998, F.J.3º; y, 157/2002, F.J.8º). El derecho a la vida, por tanto, no constituiría una excepción; lo que implicaría la negación de su carácter absoluto y la posibilidad de que, en determinadas circunstancias, pueda ceder ante otros bienes y derechos constitucionalmente protegidos. La consagración de la libertad como valor superior del ordenamiento jurídico (art. 1.1 CE) “implica, evidentemente, el reconocimiento, como principio general inspirador del mismo, de la autonomía del individuo para elegir entre las diversas opciones vitales que se le presenten, de acuerdo con sus propios intereses y preferencias” (SSTC 132/1989, de 18 de julio, FJ 6, por todas)». Asimismo, esta facultad de autodeterminación respecto de la configuración de la propia existencia «se deriva de la dignidad de la persona y el libre desarrollo de la personalidad, cláusulas que son “la base de nuestro sistema de derechos fundamentales” (por todas, STC 212/2005, de 21 de julio, FJ 4)»; y finalmente, “la facultad de autodeterminación consciente y responsable de la propia vida cristaliza principalmente en el derecho fundamental a la integridad física y moral (art. 15 CE). Este derecho protege la esencia de la persona como sujeto con capacidad de decisión libre y voluntaria, resultando vulnerado cuando se mediatiza o instrumentaliza al individuo, olvidando que toda persona es un fin en sí mismo” (SSTC 181/2004, de 2 de noviembre, FJ 13, y 34/2008, de 25 de febrero, FJ 5).
Los recientes pronunciamientos del Tribunal Constitucional en respuesta a varios recursos de inconstitucionalidad planteados contra la Ley 3/2021, de regulación de la eutanasia, y contra las Leyes 2/2010 y 1/2023, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo han tratado expresamente la cuestión de la configuración constitucional del derecho a la vida en nuestro ordenamiento jurídico. En ambos casos, el Tribunal Constitucional admite que pueden existir períodos o circunstancias que justifican que el derecho a la vida ceda ante otros derechos o bienes jurídicos constitucionalmente protegidos. Concluye, respectivamente, la constitucionalidad de la regulación legal que permite el derecho a la autodeterminación respecto de la propia muerte en contextos eutanásicos (SSTC 19/2023, de 22 de marzo, F.J. 6º, y 94/2023, de 12 de septiembre) y la constitucionalidad del sistema de “tutela gradual” de la vida del nasciturus, configurado por el legislador, que contempla un período inicial de catorce semanas en el que prima la autonomía de la mujer embarazada para decidir libremente si continúa o no con la gestación; y un período posterior (limitado a la vigesimosegunda semana en los supuestos a y b del art. 15), en el que para que la interrupción del embarazo pueda considerarse legal se exige la concurrencia de circunstancias adicionales a la voluntad de la mujer (indicación terapéutica o indicación embriopática) (SSTC 44/2023, de 9 de mayo, F.J. 4º; y 92/2024, de 18 de junio).
Referencias:
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Gushee, David P., The sacredness of human life: why an ancient Biblical vision is key to the world’s future, William B. Eerdmans Publishing Company, Grand Rapids 2013.
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William E. Lecky, History of European morals from Augustus to Charlemagne, 1869.
Williams, Glanville, The sanctity of life and the criminal law, Alfred A. Knoff (ed.), New York, 1957.
Autoría: Salvador Tarodo Soria e Iris Parra Jounou.
Forma recomendada de citar esta entrada: Tarodo Soria, S., y Parra Jounou, I. “Sacralidad de la vida”, Glosario crítico sobre bioética y final de la vida, (preprint). https://www.inedyto.com/sacralidad-de-la-vida.html
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